GOLOSINAS LITERARIAS

 

 

 

 

 

 

 

CUENTOS DE NAVIDAD

 

 

 

¡FELIZ PRIMAVERA!

 

 

 

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MADRID, 31 de diciembre.

 

El tráfico estaba cortado por la celebración anual de la popular San Silvestre Vallecana (*). A lo lejos, pude ver a algunos de los miles de corredores que desafiaban festivamente al gélido invierno madrileño. Conecté la radio para amortiguar los bocinazos de los automovilistas atrapados en el monumental atasco. Una emisora retransmitía la competición deportiva que me mantenía cautivo, bajo un sinfín de luces navideñas, en las proximidades del Paseo de Recoletos. El locutor de radio hablaba del dominio etíope en la carrera cuando una anciana golpeó el cristal lateral de mi coche, mostrándome, risueña, un colorido mensaje dibujado en un cartón: ¡FELIZ PRIMAVERA!

 

—Vieja loca —pensé, en un primer momento.

 

Con cautela, abrí la ventanilla para darle una moneda.

 

—Gracias por sus flores, caballero —contestó la anciana—, mis gatos se lo agradecerán.

 

Su voz, acompañada de una meliflua sonrisa, era música celestial entre tanto claxon encolerizado.

La vieja señora sujetaba el cartón con una mano y con la otra trataba de mantener cerrado el cuello de la raída chaqueta que cubría su cuerpo. Mi mal humor se disipó por unos segundos. Avergonzado, busqué más monedas en el bolsillo del pantalón, pero, en ese instante, vibró el teléfono móvil con un sms de mi mujer:

 

"¿Tardarás mucho, cariño? No olvides el cava para brindar con las uvas. Nuestros hijos ya están en casa, solo faltas tú."

 

Por el retrovisor, pude ver a la anciana acercarse al coche que me seguía. Los aspavientos que hizo el conductor de dicho vehículo , me indicaron que la indigente no había tenido la misma fortuna que tuvo conmigo (si es que a una moneda de 2 euros se la puede llamar fortuna). La mujer no se arredró ante el desabrido sujeto, y continuó su renqueante peregrinaje entre los coches. Dejé el teléfono en el salpicadero, activé el limpiaparabrisas para retirar los primeros copos de nieve de la noche, solté el embrague y avancé, desesperado, un par de metros. El atasco se prolongó durante 40 minutos en los que apenas recorrí medio kilómetro. Perdí de vista a la anciana, pero su recuerdo se agazapó en mi corazón durante toda la noche de fin de año. Fue una velada entrañable a pesar de las imágenes antagónicas que poblaban mi cabeza.

Tras las doce campanadas, las uvas de rigor y el burbujeante cava, los abrazos y las felicitaciones de mis hijos me parecieron ronroneos. El confeti, adherido al pelo de mi esposa, me transportó a un lejano jardín repleto de flores exóticas. Alcé la copa y, ante el estupor general de mi familia, brindé, compungido, por una Feliz Primavera.

 

(*) SAN SILVESTRE VALLECANA

 

 

 

ÚLTIMO TREN

 

 

 

 

 

 

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MADRID, verano 2012

 

Jenaro (81 años, viudo) conoció a Pastora por casualidad. Habitualmente no salía tan pronto de su casa, pero aquel día tenía que pasar por la farmacia antes de ir  al Parque del Retiro a jugar la partida de Ajedrez con sus amigos jubilados. Jenaro ocupaba un asiento junto a la cabina del conductor del tren que parte a las 8.45 de la mañana de la estación de metro Puerta de Arganda. El vagón estaba casi vacío ya que dicha estación es el comienzo de la línea 9 del Metro madrileño. Tres estaciones más adelante, Pastora (77 años, viuda), a duras penas, subía al mismo vagón, ya repleto de pasajeros. Jenaro, repasando mentalmente la jugada de ajedrez del día anterior, no se percató de su presencia. El grito de Pastora, tras un repentino frenazo del tren, sacó a Jenaro de su ensimismamiento. Pastora, asustada,  se mantenía en equilibrio apoyándose con disimulo sobre la mochila de  un joven estudiante que la miraba con desagrado. Jenaro, alzando la voz y tendiendo su mano entre los viajeros, ofreció su asiento a Pastora.

 

 –Por favor, señora, siéntese aquí.

 

La anciana apenas pudo esbozar una sonrisa de agradecimiento. Se sentó atusándose los cabellos plateados y abrazando temblorosa el pequeño bolso de mano que reposaba en  su regazo. Jenaro, superando su timidez, volvió a interesarse por su bienestar.

 

–¿Se encuentra bien, señora?
–Sí, sí... muchas gracias, caballero. Me he asustado con el frenazo, eso es todo. Una caída a nuestros años...

 

Cinco estaciones después, Pastora se levantó preparándose para abandonar el vagón. Jenaro que la miraba de reojo, ofreció solícito su brazo para acompañarla hasta la puerta.

 

–Muchas gracias, muchas gracias, es usted muy  amable.

 

Jenaro apartó con  decisión al joven de la mochila franqueando el paso a Pastora.

 

–¡Vale, vale, abuelo, ya me aparto!  –reaccionó airadamente el joven.

 

Jenaro se apeó del vagón junto a Pastora, despidiéndose cortésmente de ella con una leve reverencia.

 

–Ha sido un placer, señora.  Buenos días.

 

Acto seguido, Jenaro se giró sobre si mismo para volver a subir al vagón pero las puertas se cerraron en sus narices ante la mirada socarrona del joven mochilero. Resignado, se apartó de las vías y consultó el panel de información. Próximo tren: cuatro minutos.

 

A la semana siguiente, los dos ancianos volvieron a coincidir en el mismo vagón. En esta ocasión, Jenaro, adelantándose a los previsibles bandazos del metro, ofreció nuevamente su asiento a Pastora. Cinco estaciones más y Pastora se bajó en la estación de Sainz de Baranda.

 

Jenaro comenzó a hacer conjeturas: "Línea 9 del metro, sube en Vinateros a las 9.00 de la mañana, baja en  Sainz de Baranda..."

 

OTOÑO 2012

 

El vagón estaba vacío pero Jenaro corría para ocupar el asiento junto a la cabina del conductor.  Tres estaciones después, Pastora, a duras penas, subía al mismo vagón, entonces repleto de pasajeros. Jenaro, fingiendo sorpresa, se levantaba y cedía su asiento. Pastora sonreía y aceptaba gustosa la galantería. El flirteo continuaba  durante cinco estaciones más y finalizaba en el andén de la estación con el melifluo y cómplice "hasta mañana". Jenaro, meditabundo y olvidando su partida de ajedrez con los amigos, cambiaba de andén para volver a casa; en breve cumpliría 82 años y aún no había decidido donde invitarla a merendar. Pastora, despreciando la escalera mecánica, dejaba que sus  77 abriles flotaran sobre los escalones de terrazo.

 

 

CUMPLEAÑOS

 

Jenaro se ha comprado una corbata nueva. Hoy es el gran día. El tren se acerca a la estación de Vinateros y Jenaro se ajusta, por enésima vez, su corbata gris con rayas amarillas.

Saliendo del túnel, Jenaro mira ansioso hacia la primera puerta de su derecha. Ahí  está Pastora, puntual como siempre.

Jenaro  ha invitado a Pastora a merendar ese mismo día, a las 18.00 horas,  en la Chocolatería Valor sita en la calle Ibiza esquina Fernán González, a escasos minutos del Hospital Gregorio Marañón.  Pastora acude a diario al hospital  para visitar a su hijo, convaleciente de una larga y compleja enfermedad. La anciana pasa el día en el hospital y cuando su nuera llega del trabajo para relevarla, ella regresa a su domicilio.  Hoy, la maternal rutina de Pastora se ha visto alterada, felizmente, por la inesperada invitación  de Jenaro.

 

DICIEMBRE 2012

 

Han transcurrido tres meses desde que Pastora faltó a su cita con Jenaro, sin embargo, él  continúa, diariamente,  reservándole el asiento del vagón donde  se conocieron.

 

–¿Qué le habrá ocurrido a esta mujer? –se pregunta Jenaro.

 

La preocupación por su amiga ha ido mermando la salud del anciano. En tres meses, ha envejecido tres años. Su mirada se ha apagado y su porte marcial ha cedido el paso a una incipiente joroba que apenas encuentra acomodo en el respaldo del asiento del metro. No obstante, cuando el tren llega a la estación de Vinateros, algo en su interior le hace estirar el cuello y buscar por encima de los hombros de los viajeros. Cuando constata que Pastora no ha subido al convoy, baja del vagón en la siguiente estación, cambia de andén y regresa a casa cabizbajo. Desde que cumplió los 82 años se ha enrocado en la melancolía y  no ha vuelto a jugar al ajedrez con sus amigos.

 

Hoy es 21 de Diciembre. El metro bulle de alegría. Jenaro retira somnoliento una cinta de serpentina que ha caído sobre su abrigo. Los estudiantes no llevan libros en sus mochilas sino pelucas de colores y bebidas para el botellón universitario.

 

–Anímese, abuelo, hoy comienza la Navidad –grita una estudiante al tiempo que, burlona, ofrece al viejo un trago de calimocho.

 

Jenaro no contesta y deja caer abatido su barbilla sobre la vieja corbata.

 

–Gracias, muchacha, pero creo que el señor prefiere el chocolate,
¿verdad Jenaro? –responde una elegante señora a la joven estudiante.

 

Jenaro, abriendo los ojos con dificultad, ha reconocido  la voz de Pastora.

 

–Lamento el plantón, Jenaro. Tuve un accidente bajando las escaleras del hospital.   Ya sabes lo peligrosos que son los resbalones a nuestra edad. Mira, he traído chocolate con churros. Ahora nos los comemos al salir del túnel.

 

Jenaro se incorpora en su asiento, confundido por el repentino silencio y la súbita luminosidad del vagón.  Busca la voz de su amiga pero él es el único ocupante del tren. El bullicio estudiantil y el traqueteo del metro han desparecido. La voz de Pastora reina en el compartimento.

 

Jenaro, nervioso y coqueto a la vez, al oír la voz de su amiga, trata de ajustarse el nudo de su arrugada corbata gris manchada de chocolate. Para ayudarse, alza la vista buscando el reflejo de su imagen en la ventana que tiene enfrente. Sus manos se detienen cuando sus ojos descubren a Pastora sonriendo a su lado ofreciéndole un cucurucho con churros recién hechos.

 

–¡Feliz Navidad, Jenaro! –dice Pastora dulcemente–,  y ahora descansa, amigo mío, estamos llegando a nuestra estación.

 

 

 

 

EL VIEJO CASTAÑO

 

 

Ilustración:

Andrea Salgado

 

FINALISTA y ACCESIT en el II Concurso de Cuentos y Dibujos de Navidad convocado por

LA GACETA DE LOS NEGOCIOS.

Año 2006.

 

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La estufa de carbón devoró con avidez el único pedrusco de carbón que nos quedaba. Las brasas crepitaban ruidosamente en su barriga; parecía estar relamiéndose con su último dulce navideño. La pensión de viudedad de mamá apenas alcanzaba para comprar las medicinas de Lorenzo ("el peque"). Mamá acunaba a Lorenzo en su regazo y, entre sollozos, canturreaba una nana:

 

La luna te está mirando

 te está mirando, mi amor,

 brillan tanto tus ojitos

 que parecen los del sol.

 

Viene a jugar la luna

a jugar contigo, mi vida,

 cierra pronto los ojitos

que ya está sobre tu cuna.

 

 Duérmete, cariño mío,

 duérmete, mi corazón,

 que la luna sólo juega

 cuando se ha dormido el sol.

 

Yo, abstraída, jugaba con las figuritas del belén. Aún las conservo. Figuritas de madera de encina, labradas y pintadas minuciosamente por mi padre poco antes de morir. Cada muesca de la madera evoca las manos temblorosas de papá. Mi padre murió joven, aquejado de una grave enfermedad, pero jamás perdió el sentido del humor. Mostraba perplejidad ante los belenes donde el recién nacido reposaba medio desnudo en pleno invierno:

 

"¡Por el amor de Dios, que alguien abrigue a ese niño!"- bromeaba papá, al tiempo que simulaba un escalofrío.

 

Su niño Jesús está vestido y, a pesar de la bufanda, se adivina la sonrisa en su rostro.

 

Era la víspera de nochebuena. Luis, mi hermano mayor, se acercó con sigilo, me abrigó con una manta y me llevó en volandas hasta el descansillo de la escalera.

 

Luis galopó calle abajo, cargando conmigo sobre su espalda. Mis carcajadas, a modo de gentil fusta, provocaban graciosas cabriolas en el bípedo corcel. La carrera finalizó frente al viejo castaño de la Plaza Mayor. La calle bullía de alegría, y yo saltaba alrededor del castaño como un corderito. Deslumbrada por los farolillos navideños, aturdida por el tintineo de los carros de caballos, y embriagada por el olor a boniato y castaña asada, perdí la noción del tiempo. Mi hermano me llamó con impaciencia. Miré sorprendida el contenido del hatillo que Luis llevaba colgado del hombro. Sobre el suelo, quedaron esparcidos los humildes ornamentos navideños que adornaban nuestra casa.

 

         -Son nuestro cebo, –me dijo Luis al tiempo que trepaba por el tronco del castaño centenario- ¡Lánzame los adornos, hermanita!

 

Tras colgar con esmero los adornos en las desnudas ramas del castaño, Luis descendió y me guiñó un ojo. Sonreí al verlo tan ilusionado, aunque, francamente, comenzaba a pensar que el hambre le había trastornado la cabeza.

 

     -¡Caballero, por unos reales le cuelgo su adorno en lo más alto! – comenzó a vocear Luis a los risueños viandantes que pasaban cargados con sus compras navideñas.

 

El desparpajo de Luis y su habilidad para trepar a los árboles atrajo enseguida la curiosidad de los transeúntes. En pocos minutos, fueron muchos los ciudadanos deseosos de participar en la decoración del venerable castaño. Luis colgó rápidamente docenas de pequeños objetos: cintas de colores, cascabeles, velas, figuritas de mazapán... Las monedas llovían sin cesar sobre la vieja manta extendida en la calzada. Luis subía y bajaba del árbol azuzado por el júbilo ciudadano:

 

"Más alto chaval", "a tu derecha"..., gritaban festivamente los congregados.

 

Yo participaba de la alegría colectiva pero, al mismo tiempo, me preocupaba la creciente fatiga de mi hermano. Luis debió advertir mi angustia y bajó presto del árbol. Guardó las monedas en el hatillo, me lo entregó y me susurró al oído:

 

     -Vuelve a casa y di a mamá que prepare una buena cena. Yo regresaré pronto con las medicinas para "el peque". No te preocupes por nada, Lucía, me lo estoy pasando en grande.

 

Encontré a mamá en su camastro. Se despertó sobresaltada preguntando por el bebé. La tranquilicé, le entregué el dinero y regresé de inmediato a la Plaza Mayor. Un gentío cuchicheante se hacinaba alrededor del castaño. El viejo árbol, engalanado con cientos de adornos, vivía una segunda primavera. Me abrí camino entre la gente hasta tropezar con el montón de monedas que ocultaba nuestra manta. Luis, inmóvil, yacía en el suelo cubierto con una capa. Los guardias no me permitieron acercarme.

 

El 24 de diciembre, los rotativos locales se hicieron eco de la historia de Luis y el Castaño Centenario. El día de Navidad, "el peque" fue hospitalizado a expensas del consistorio, y a mamá le ofrecieron un buen empleo en unos grandes almacenes.

 

Han pasado cuarenta y ocho años. Las grandes ideas de Luis han hecho de él un afamado comerciante. "El peque" se enamoró para siempre de su compañera de juegos; se hizo farero y, cada noche desde su atalaya, sigue cortejando a la luna. Yo estudié periodismo. Un año más, soy la cronista oficial de la Gaceta de la Villa en la tradicional Fiesta del Árbol.

 

Al año siguiente del accidente de Luis, la alcaldía retomó la idea de mi hermano dándole un carácter más festivo y solidario. Cada Navidad, el Ayuntamiento instala un gran abeto en la Plaza Mayor frente al viejo castaño.

 

La Fiesta del Árbol cuenta con la participación del popular Cuerpo de Bomberos del municipio. Son ellos quienes, de forma segura, cuelgan los ornamentos que ofrece la población. La fabricación artesanal de los objetos forma parte del ritual navideño de muchas familias.

 

En los días previos a la Nochebuena, cientos de niños esperan pacientemente en largas colas para entregar sus donativos y adornos. El último Pleno Municipal del año decide quien será el beneficiario de la generosidad ciudadana.

 

Una vez colgados todos los adornos, El Cuerpo de Bomberos tiene el privilegio de seleccionar uno de ellos. Este objeto, junto con la recaudación obtenida, es entregado el día 6 de enero, día de Reyes, a la entidad elegida por el concejo.

 

Todas las navidades, asisto a este evento, junto a mis hermanos, con la misma alegría de aquella famélica niña que brincaba pizpireta junto al alcorque del viejo castaño. Ya no hay coches de caballos, ni farolillos, y apenas quedan castañeras.

 

Distinto atrezo, la misma fe, y los mismos anhelos.

 

Víctor Salgado

 

 

 

 

 

 

 

 

DE OREJA A OREJA

 

 

 

Ilustración:

Daniel Salgado

 

 

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Me recibieron engalanados con túnicas de papel maché y bañados en purpurina. Cientos de ellos colgaban de las paredes del centro comercial: querubines regordetes de celestial sonrisa y mirada perdida. Correspondí a sus saludos con una mueca de fingido entusiasmo.

 

La megafonía se desgañitaba emitiendo villancicos que nadie escuchaba. Santa Claus ho-ho-hoaba repartiendo folletos con las últimas novedades en teléfonos móviles. Esquivé a dos guardas de seguridad mientras palpaba con ansiedad mis bolsillos buscando una moneda que me permitiera desenganchar un carro metálico.

 

     -¡Maldita sea, no tengo monedas! – exclamé al tiempo que buscaba alguna tienda donde cambiar un billete.

 

A pocos metros, localicé un tenderete con un amplio surtido de galletas artesanales con sabor a canela (¡odio la canela!). Compré una pequeña bolsa de galletitas con forma de muñeco de nieve

–2 euros- que guardé con reticencia en el bolsillo de mi abrigo.

 

Las cajeras estaban agotadas, la sección de pescadería colapsada, padres desesperados buscaban al hijo pequeño perdido entre el gentío. Me armé de valor y aferrado a mi carrito, me sumergí en la riada de compradores compulsivos dejándome arrastrar hasta la sección de lácteos. Sin señalizar mi maniobra, embestí el primer pasillo a mi izquierda y, tras un par de colisiones, sin más consecuencias que unos discretos exabruptos cuyo origen no pude identificar, me hice un hueco frente al mostrador de la charcutería. Media hora y trescientos gramos de jamón ibérico más tarde, retrocedí con sutiles codazos hasta el pasillo central, sumándome nuevamente a la marabunta. Llegué, sin saber cómo, a los estantes de los vinos y licores.

 

Consulte mi reloj: las 12:30 del mediodía.

 

     -Tranqui, tío. Todavía tienes siete horas para preparar la cena de nochebuena –me dije, respirando hondo.

 

Me apalanqué junto a los ricos caldos del Penedés y repasé mentalmente la lista de mis compras navideñas. Realizado el repaso, traté de relajarme leyendo la etiqueta de un Chardonnay que cogí al azar entre la extensa variedad de vinos de la estantería: "...sublime con los mariscos, los pescados y los patés".

 

     -¡Demonios, me olvidé los patés!

 

Coloqué apresuradamente un par de botellas de vino blanco y otra de vino tinto en el carro, y retorné a la jungla enfilando el desfiladero de las delicatessen. Con tres tarrinas de fuagrás de oca y un bote de mermelada de higos, di por finalizada mis compras.

 

Después de esperar veinticinco minutos en línea de caja, me disponía a pagar cuando se produjo un apagón. Las pocas luces de emergencia que funcionaban permanecieron encendidas tan sólo treinta segundos. Acto seguido, acontecieron gritos, carreras, empujones y ruido de cristales rotos. Presagiando una catástrofe, abandoné mi carro y comencé a correr. Alguien a mi espalda me retuvo. Presa del pánico, me giré encolerizado buscando al individuo que agarraba mi abrigo. Contuve la ira al descubrir que era un niño de corta edad quien requería mi ayuda.

 

    -¡Señor, por favor, no corra! – me suplicaba el crío -.Me he perdido y tengo miedo.

 

Me sentí avergonzado y me agaché tratando de calmar al muchacho. Permanecí junto a él, acogiendo con ternura su manita entre las mías. En ese momento, otra persona se acercó a nosotros.

 

     -¿Puedo agarrarme a su brazo? – me preguntó una señora con manos temblorosas.

 

Inexplicablemente, de inmediato, cesaron el griterío y las carreras. El centro comercial estuvo en tinieblas y absoluto silencio durante algunos minutos.

 

Cuando volvió la luz, cientos de personas estábamos con las manos entrelazadas. Ruborizado, me aparté con delicadeza de la señora que permanecía asida a mi brazo.

 

     -¡Feliz Navidad, caballero! - dijo la señora con gesto agradecido.

 La misma felicitación, como si del eco se tratara, resonó cientos de veces entre los clientes del centro comercial.

 

     -¡Feliz Navidad!, ¡Feliz Navidad!, ¡Feliz Navidad!...

 

Jamás había experimentado algo parecido. Tenía una cálida y agradable sensación en mis manos, aunque el niño ya no estaba aferrado a ellas. En vano, busqué a mi alrededor. No encontré más chiquillos que los brillantes angelitos que colgaban del techo y las paredes.

 

Sobrecogido, me froté las manos preguntándome por el origen del polvo áureo que las cubría.

 

Aquella Nochebuena, cené con los dedos impregnados de purpurina, y una sonrisa de oreja a oreja.

                                      

Víctor Salgado

 

 

 

 

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JAULA DE GRILLOS

 

 

 

 

Levantó la copa en silencio, ceremoniosamente, deleitándose con los reflejos que las caricias de Selene provocaban en las burbujas.

 

- ¡Gracias, amiga! –dijo satisfecha ante las cepas pobladas de  refulgentes uvas.

 

 

Doña Vendimia Parra Garnacha, hija de bodegueros ilustres, brindó con la luna celebrando un nuevo galardón otorgado a sus caldos.

 

Mi tío, capataz de la hacienda de Doña Vendimia, me contó que la Señora, siendo adolescente, huyó a la metrópoli, lejos de las asfixiantes tradiciones familiares. Muerto el patriarca, heredó las bodegas centenarias. 

 

Sus poco ortodoxas prácticas viticultoras sembraron desasosiego en la comarca. Indomable, renunció durante años   al uso de la Denominación de Origen, y se enfrentó a los grandes prebostes del Consejo Regulador que, actualmente, preside.

 

Mi vocación por la enología fue temprana, y se afianzó en aquella fértil  tierra riojana a la que mis padres me enviaban por vacaciones después de los nueve meses del internado.

 

        

-  Es por tu salud, hijo  –decía, indolente, mi madre (q.e.p.d.).

 

 

En mis estivales escapadas nocturnas, no tardé en descubrir que, al anochecer, ajena a cotilleos y conspiraciones, Doña Vendimia, recorría desnuda sus viñedos, dejándose querer por los viejos troncos retorcidos y seduciendo a los majuelos.

 

Aquella noche, a pesar de mis precauciones, Doña Vendimia me sorprendió agazapado entre las viñas. Justifiqué mi presencia mostrando, sonrojado, una jaula de grillos. Ella sonrió ocultando sus labios tras el gollete de un crianza del 82, etiquetado ERNEST (en honor a HEMINGWAY  a quien Doña Vendimia conoció en el año 1956 durante una visita del  genial escritor a los calados riojanos).

 

Verano tras verano, fui consolidando mis conocimientos enológicos y literarios  tutelado por Doña Vendimia y, gracias a ella, en la actualidad, soy un sumiller de prestigio y un apasionado literato. 

 

Permítanme que me reserve, por deferencia hacia mi generosa anfitriona y mi comprensivo tío, algunos detalles de sus clases magistrales.

 

Por el momento, les contaré que  mi azarosa niñez dio paso a una venturosa mocedad iluminada por el aroma del vino, el sabor del primer beso, y el suave tacto de la luna.

 

Víctor Salgado

 

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AULA MUNDI

 

 

 

 

El profesor Vargas escribe un poema sentado en la escalinata de la Biblioteca Pública de Nueva York. A su espalda reposan Patience y Fortitude, los dos leones custodios del majestuoso edificio. 140 años apenas han mermado las melenas de los dos colosos de mármol. El profesor sonríe y atusa su escasa y cana cabellera.

 

Son las 6 a.m. Héctor Vargas (87 años, Premio Nobel de Medicina del año 2030, Neurólogo y Profesor Emérito de la Universidad de Beijing) comienza su jornada docente. Escribe a lápiz, sin prisas, cuidando la caligrafía, deleitándose con el roce del grafito sobre el papel de su ajada Moleskine. Finalizado el último verso, acaricia satisfecho el contorno hexagonal de su Faber Castell 2B; una cotizada reliquia, obsequio de un antiguo alumno español. El acre aroma a grafito, madera y laca, y el logotipo dorado sobre el verde intenso del lapicero avivan los recuerdos del anciano científico. Suspira nostálgico mientras guarda los arcaicos útiles de escritura en el bolsillo interior de su chaqueta. Consulta el reloj y abre su portafolio. Revuelve entre sus enseres y coge un estrecho tubo metálico de aproximadamente 250 x 30 mm. El interior del tubo contiene un Roller 2.0, un sofisticado ordenador portátil extraordinariamente flexible y ligero. Vargas desenrolla el ordenador. El Roller 2.0 (297 x 210 x 1 mm) queda adherido al maletín de cuero. El profesor teclea su contraseña:

 

U-N-I-V-E-R-S-I-T-A-S

 

El acceso al campus virtual de la Universidad de Beijing es inmediato.

 

Fecha: 9 Junio, 2051

UNIVERSIDAD DE BEIJING

Hora: 07.00 a.m. (New York - EEUU) / 19.OO p.m. (Beijing – CHINA)

 

Videoconferencia: ARTE, CIENCIA, Y ESPERANZA (Jornada 3) Ponente: Héctor Vargas

 

USUARIOS CONECTADOS: 5.324.561

UNIVERSIDADES EN LÍNEA: 115

TRADUCCIÓN SIMULTÁNEA: 18 IDIOMAS

 

Vargas acciona la videocámara, integrada en su Roller 2.0, y comienza su clase magistral recitando a su cosmopolita audiencia los últimos versos escritos en su Moleskine:

 

ESPERANZA

 

Una mañana,

cesaron los truenos y,

en el haz de una hoja,

el rocío escribió unos versos.

 

 

Víctor Salgado

 

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MENCIÓN HONORÍFICA Concurso Relato Breve CLUB DE ESCRITURA FUENTETAJA 2014  

 

 

MANJAR DE DRÍADES

 

 

Tras una agotadora mañana de juegos y travesuras, los dos amigos descansaron junto al  manantial de las luciérnagas.  Se acomodaron bajo la copa de un manzano y rieron recordando la broma gastada a los gnomos pocas horas antes. Con frecuencia, acudían al río y escondían los diminutos vestidos de los enanos mientras éstos nadaban despreocupados. Posteriormente, esperaban tumbados entre los arbustos para verlos correr desnudos y malhumorados por la ribera.

 

Contemplando las nubes, se durmieron con el cantar del viento:

 

 

La noche se abrió

ante ellos

acunándolos

entre luceros.

 

Bajaron fugaces

los astros

para robar

sus cabellos:

 

Hebras de nácar

del hada bella,

marfil hilado

del corcel blanco.

 

 

La joven ninfa despertó sobresaltada con el fulgor de las primeras estrellas.

 

-¡Hoy es la noche! – gritó zarandeando a su acompañante

 

-¡Despierta gandul, es la  noche del Solsticio, y no quiero perdérmela!

 

 

Él unicornio, somnoliento, levantó los cascos señalando las ramas del árbol que los cobijaba. Ella se apresuró a buscar piedras entre los helechos. Los dos primeros lanzamientos resultaron fallidos. Era su última oportunidad.

 

 

-Esta vez no fallaré –susurró  la ninfa.

 

Alzó la vista, respiró hondo, aguardó unos segundos, lanzó y descolgó la manzana de una pedrada. Acto seguido, entregó el  fruto a su montura. El unicornio bufó contrariado.

 

-Hicimos un trato, amigo mío; tus golosinas a cambio de las mías – dijo ella sonriendo ufana.

 

Resignado, el fabuloso animal galopó hacia la arboleda exigiendo silencio a la amazona. Próximos a su destino, reptaron cautelosos sobre la hojarasca y, apocado él, boquiabierta ella,  presenciaron escondidos  la celebración de un  aquelarre. Una hoguera de dimensiones infernales presidía el espectáculo. La fiesta se prolongó durante horas pero, finalmente, las hermosas hechiceras, embriagadas por sus pócimas ancestrales, abandonaron la pradera.

 

 

Extinguido el fuego, la ninfa salió de  su escondite jalando con vehemencia de las crines de su amigo. Las cenizas revoloteaban sobre las pavesas recreando bajo la luna las frenéticas danzas de las brujas.  El corcel se resistía a caminar  y miraba desconfiado hacia la senda que se perdía en la oscuridad del bosque.Vencido por la testarudez de la ninfa, escarbó entre los tizones de la hoguera separando las ascuas más resplandecientes. La pequeña dríade se agachó y, excitada, recogió  con las manos el fuego que no quema. Seleccionó las piezas más atractivas y, cerrando los ojos, saboreó con deleite las dulces brasas de la juventud eterna.

 

 

 

Víctor Salgado

 

 

 

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