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"De Madrid al Cielo" decimos los castizos, y el Cielo, agradecido, en Navidad (¡Dad, dad, dad!) desciende a nuestras calles iluminando paseos, parques y jardines, mercados y mercadillos...
La luz invade nuestros hogares y apartamos, por unos días, el mal genio. Madrid, ciudad generosa donde las haya, en Navidad (¡Dad, dad, dad!) se engalana con su mantón más colorido, dibujando en nuestras caras una sonrisa de oreja a oreja.
¡FELIZ NAVIDRID, QUERIDOS LECTORES!
UN CAMELLO EN EL GARAJE
Conocía sobradamente esas miradas de complicidad, y sabía que estaban a punto de revelar su secreto. Era la víspera de Nochebuena y siempre elegíamos ese día para escribir la carta a los Reyes Magos. Mis preciosas gemelas tenían bien planeada la estrategia y fueron haciendo sus peticiones, yendo de menor a mayor valor: un puzle, un disco de su grupo preferido, un videojuego, unas zapatillas de deporte, unos patines y un… Entonces hicieron un prolongado silencio mientras se miraban fijamente mordiéndose los labios. Yo las contemplaba encandilada por su picardía. Con los ojos echando chispas gritaron al unísono:
«¡UN PERRITO!»
Me quedé de piedra, sin poder pronunciar palabra. Mis hijas, a su vez, quedaron desconcertadas. Tal vez esperaban un «bueno, ya veremos», o incluso un «no» rotundo, pero no estaban preparadas para mi gesto de pesadumbre y mi reacción posterior. Me levanté nerviosa y apresuradamente, tratando de ordenar mis ideas. Percibí la preocupación de mis niñas e intenté calmarlas sin mucho éxito. Corrí a casa de Emma (mi vecina y amiga) para que cuidara de Alba y Sol mientras llegaba mi marido. Cogí las llaves del coche y me despedí de las tres, insistiendo en que no ocurría nada grave, pero que tenía que volver al hospital donde trabajo. No era la primera vez que requerían urgentemente mi presencia. Mi explicación las tranquilizó un poco aunque no demasiado.
Me llamo Clara y soy enfermera de la madrileña Maternidad de O’Donnell. Aquella mañana, camino del trabajo, al entrar en la calle Aguirre desde la calle Alcalá, el agudo llanto de un perro llamó mi atención. Apenas había amanecido y hacía mucho frío. Aunque iba con prisa, volví sobre mis pasos y reparé en el mendigo que solía apostarse contra la valla del edificio de las antiguas Escuelas Aguirre. Los ladrillos del espectacular monumento neomudéjar —hoy reconvertido en la Casa Árabe— protegían al mendigo del frío y la humedad procedentes del cercano Parque del Retiro. El mendigo se tapaba con unos cartones y cobijaba a un perrito entre su pecho y una gruesa manta. Cuando me acerqué a ellos, el pequeño animal (mestizo de caniche y otra raza menuda) continuó gimiendo. Me inquietó la rigidez del mendigo y que no se hubiera percatado de mi presencia ni de los aullidos del perrito. Al tratar de despertarlo rocé su mejilla y me alarmó su alta temperatura. Tras zarandearlo repetidamente, permaneció inmóvil. Inmediatamente, llamé al teléfono de Urgencias 112, pidiendo una ambulancia. Los sanitarios que llegaron a los pocos minutos resultaron ser viejos amigos, y me informaron que trasladaban al enfermo al cercano Hospital Gregorio Marañón. Cuando la ambulancia llegó, el perrillo se escondió entre los cartones y, dada la gravedad del enfermo, no volví a acordarme de él hasta que mis hijas manifestaron su deseo de incluir un perro en la carta a los Reyes Magos. En un primer momento, supuse que los sanitarios de la ambulancia se habrían hecho cargo del animalito, pero, ante la duda, acudí a la esquina donde recogieron al mendigo. Aparqué de mala manera subiéndome a la acera. Pensé que la urgencia justificaba la infracción y asumí una posible multa. Los servicios de limpieza del ayuntamiento no pasaban por aquella zona hasta la noche, por lo que los cartones continuaban en el mismo lugar; bajo ellos volví a encontrar a la polvorienta bolita de pelo tiritando. Con sumo cuidado para no asustarlo, cogí al perrito que resultó ser una perrita. Calculé que en cinco minutos, aproximadamente, podría llegar a Urgencias del Hospital Gregorio Marañón y hablar con el mendigo al que habían ingresado por la mañana. Cuando llegué al hospital, me identifiqué como la enfermera que había llamado al 112. Mis colegas me informaron que el enfermo ingresó con neumonía y muy desnutrido. Habían hecho todo lo posible por ayudarlo, pero pensaban que le quedaban pocas horas de vida. Averiguaron, por la documentación que llevaba encima, que se llamaba Lucas Aguilar y que tenía 74 años. No habían conseguido encontrar a ningún familiar. El único nombre que había salido de sus labios, durante los pocos minutos que estuvo consciente, fue «Lana, Lanita». Inmediatamente deduje que llamaba a la perrita, pero mentí al respecto. Pregunté por su habitación, fingiendo que creía saber a quién llamaba por ese nombre, pero que necesitaba hablar con él. Volví al coche para recoger a Lana. La escondí bajo mi abrigo y subí a la habitación, confiando en que nadie me viera con el perro. La habitación estaba en penumbra y ocupada únicamente por el mendigo que dormía respirando con dificultad a pesar de estar recibiendo oxígeno. Al acercarme a la cama, Lana saltó de mi brazo sobre el pecho de su amigo y trató de lamerle la cara. El mendigo despertó y los ojos se le iluminaron al ver a la perra. Retiró la mascarilla de oxígeno de la boca y llamó a la perrita: «Lana, Lana, chiquitina, has venido a verme». El animalito comenzó a ladrar y temí que terminaran echándonos del hospital. Lucas consiguió calmarla y Lana dejó de ladrar. Consciente de la gravedad de su enfermedad, el pobre hombre me cogió la mano y con voz entrecortada me rogó que cuidara de su mascota. Estuve unos pocos minutos más en la habitación hasta que el enfermo perdió nuevamente la consciencia. Le coloqué la mascarilla de oxígeno y abandoné sigilosamente la habitación con Lana entre mis ropas. Muy entrada la noche regresé a casa. Llamé a la puerta de Emma para contarle todo lo ocurrido y pedirle ayuda una vez más. Mis hijas ya estaban con su padre y pudimos hablar con tranquilidad. Emma me ofreció un café y mientras lo preparaba saqué a Lana de su escondite. Cuando mi amiga volvió de la cocina se quedó patidifusa. Tras las carantoñas a la nueva invitada, escuchó mi plan con atención. Al día siguiente, Emma se encargó de llevar a Lana al veterinario y a la peluquería canina. También compró una gran caja blanca, como las que se usan para guardar sombreros, y una elegante cinta roja para hacer un gran lazo con el que atar la caja. Mientras todo esto sucedía, recibí una llamada del Hospital Gregorio Marañón. Lucas, el mendigo, había fallecido de madrugada. Me preguntaron si debían avisar a alguien y me comentaron que había muerto en paz, sonriendo y sujetando un pequeño collar de perro contra su pecho. Nadie podía explicar cómo había podido llegar el collar a sus manos. Agradecí la llamada y les dije que yo me haría cargo de todos los trámites y gastos del sepelio. Era lo menos que podía hacer por Lucas. En Nochebuena, Emma y su pareja fueron nuestros invitados de honor a la cena familiar. Mi marido se esmeró con la cena y de él fue la idea de la mentirijilla que les contamos a las gemelas:
«Un camello de los Reyes Magos, muy despistado con las fechas programadas para entregar los regalos a los niños, se había colado en el garaje de nuestra comunidad de vecinos. Emma había visto al camello por casualidad mientras sacaba la compra del maletero del coche. El camello huyó al galope al ser descubierto, pero tuvo tiempo de dejar sobre nuestro coche una reluciente caja blanca con una tarjeta con los nombres de Sol y Alba».
Las gemelas se troncharon de risa escuchando a la teatrera de Emma contar cómo el camello se balanceaba con los sacos de juguetes cargados sobre su joroba tratando de mantener el equilibrio para salir a toda prisa del garaje. Afortunadamente, las niñas olvidaron inmediatamente la fantasiosa historieta que les contamos y centraron toda su atención en Lana.
A pesar de la tristeza por la muerte del mendigo, aquella Navidad fue una de las más hermosas de mi vida. La cara de felicidad de mis hijas cuando vieron a Lana acurrucada en el interior de la caja fue indescriptible. Hay más esperanza e ilusión en la inocente mirada de un perrito que en mil camellos cargados de juguetes.
Durante el poco tiempo que compartí con Lucas, redescubrí que la NAVIDAD está en aquellos que sin tener nada lo dan todo. No he vuelto a olvidarlo.
¡FELIZ NAVIDAD!
DESCUBRIMIENTO
La mesa quedó destrozada y todos los libros por el suelo. No tuve tiempo de huir como hicieron mis amigos. Era el perfecto pringado. Siempre terminaba metiéndome en todos los embrollos y cargando con todas las culpas.
El viejo librero salió echándose las manos a la cabeza, pero fue incapaz de regañarme, al contrario, me ayudó a levantarme.
—¿Te has hecho daño, muchacho?
—No, señor, estoy bien —dije avergonzado.
—Anda, ayúdame a recogerlos, por favor.
—Lo siento mucho, mis amigos me han empujado.
Restando importancia a lo sucedido, don Cristóbal me pidió ayuda para sacar otra mesa de la trastienda. Jamás había entrado en una librería y, nada más atravesar el umbral, sentí un placentero escalofrío.
—¿A qué huele aquí dentro, señor?
—A sabiduría, pequeño —respondió el librero escuetamente.
El viejo me vigilaba de reojo y, fingiendo malhumor, me urgía a ayudarle.
—Vamos, chico, se nos va a hacer de noche.
—Cargué con dos borriquetas mientras don Cristóbal arrastraba trabajosamente un enorme tablón de contrachapado.
Una vez montada la mesa en la calle, le ayudé a recolocar los libros. Quiso el destino que pasara por mis manos La Isla del Tesoro de Stevenson. Por unos instantes quedé hechizado con las bellas ilustraciones del libro y el aroma aventurero que emanaba del mismo. Don Cristóbal, que no me quitaba ojo, me permitió saborear durante unos minutos aquella golosina literaria. Poco después, volvió a fruncir el ceño y elevando algo la voz me llamó al orden nuevamente.
—¡Eh! Despierta y trata de no derrumbar más cosas.
—Sí, señor, perdón, perdón…
Tras arreglar el desaguisado, me despedí del anciano.
—Lamento mucho lo ocurrido —volví a excusarme.
—Déjate de lamentaciones y guarda esta maravilla —dijo el librero al tiempo que me entregaba el libro de Stevenson.
—¡Oh! Enseguida lo coloco en la mesa.
—No es para colocarlo, mozalbete, es para que lo leas. Te lo regalo.
Sin salir de mi asombro, sonreí y abrazando el libro salí apresuradamente del local.
Con el tiempo me convertí en un asiduo de la librería DESCUBRIMIENTO, y a la obra de Stevenson la siguieron otras joyas literarias. Después del colegio, y venciendo las burlas de mis amigos que no entendían mi repentina conversión a la literatura, ayudaba a don Cristóbal con las labores más penosas de la librería: cargar y descargar cajas, reponer los libros, limpiar el polvo de los estantes más altos, etc.
Corría en Madrid el año 1971 cuando un día de diciembre, próximo a las fiestas navideñas, llegué a la librería y no encontré a mi nuevo amigo detrás del mostrador. Le llamé varias veces pensando que estaba en el almacén, pero no recibí respuesta. Fui en su busca y lo encontré desmayado en el suelo con fiebre y tiritando. Asustado, corrí como un poseso a la popular Chocolatería San Ginés, localizada pocos metros más arriba de la librería.
—¡Por favor, llamen a una ambulancia, don Cristóbal está muy enfermo!
Los camareros trataron de calmarme y retenerme al tiempo que telefoneaban. Conseguí zafarme y volví al lado de don Cristóbal. El viejo recuperó brevemente la consciencia y en su febril delirio me pidió sacrificar algunos libros para alimentar al brasero. Las ventas apenas le daban para comer y el frío invierno de aquel año era insoportable.
—No, eso no, don Cristóbal, encontraremos otra solución —dije entristecido.
La ambulancia llegó enseguida y se lo llevaron a Urgencias. No volví a tener noticias hasta tres días después. Fue el mismo don Cristóbal quien me telefoneó desde el hospital para tranquilizarme.
—Hola, Gerardito, vaya susto te has llevado. No te preocupes por mí, pronto estaré de vuelta en DESCUBRIMIENTO.
Tras la conversación telefónica me percaté de que el anciano no recordaba las palabras que pronunció en la trastienda antes de desmayarse, pero yo no las había olvidado.
En mi colegio, por Navidad, tenían la tradición de hacer un concurso de redacción. En mi infantil ignorancia, pensé que las trescientas pesetas del premio podrían librar a don Cristóbal de sus penurias.
Para sorpresa de muchos, fui el ganador del concurso literario. Los finalistas teníamos que leer nuestras obras en el festival que el colegio celebraba la víspera de las vacaciones navideñas. Mi madre lloró emocionada cuando todos los padres, puestos en pie, aplaudieron mi redacción. A pesar de las felicitaciones recibidas, mi corazón estaba con don Cristóbal, y ansiaba que llegara el momento en que le entregaría las trescientas pesetas.
El cuento versaba sobre mi amistad con don Cristóbal, su amor por los libros, y su precaria economía.
Dos días más tarde acudí muy temprano a DESCUBRIMIENTO con el dinero. Al viejo le gustaba madrugar para preparar todo antes de abrir el negocio. Me recibió con jovialidad, aunque percibí que había estado llorando. No hice ningún comentario al respecto y de inmediato le entregué el dinero, contándole atropelladamente cómo lo había ganado. De nuevo, sus ojos se volvieron vidriosos, me abrazó y tras secarse las lágrimas me dijo:
—Muchas gracias, Gerardo, es muy generoso por tu parte, pero me temo que no es suficiente. Guarda el dinero para mejor ocasión.
—Pero…
—Tranquilo, rapaz, —dijo entrecortadamente— y ahora… ¿podrías colgar este cartel en el escaparate?
Desplegué el cartel para leerlo y, a duras penas, pude contener el llanto.
// LOCAL EN VENTA //
Resignado y cabizbajo, salí de la librería para decidir cuál era la mejor ubicación en la cristalera.
Mi sorpresa fue mayúscula al ver una larga cola de gente esperando en la puerta. Venían a comprar libros para los regalos navideños. Pude reconocer a los padres de algunos de mis amigos, a muchos profesores, vecinos del barrio y propietarios de otros comercios cercanos. La historia de don Cristóbal, relatada en mi cuento, había corrido como la pólvora por el vecindario y todo el mundo deseaba ayudar al anciano librero.
Sin pronunciar palabra, arrastré a don Cristóbal hasta la calle. A regañadientes se dejó arrastrar. Tan pronto pisamos el callejón de San Ginés, los aplausos y felicitaciones sonaron por doquier:
«¡FELIZ NAVIDAD, DON CRISTÓBAL!»
MANJAR DE DRÍADES
Presentado al concurso de ZENDALIBROS.COM #AmoresDeVerano
Tras una agotadora mañana de juegos y travesuras, los dos amigos descansaron junto al manantial de las luciérnagas. Se acomodaron bajo la copa de un manzano y rieron recordando la broma gastada a los gnomos pocas horas antes. Con frecuencia, acudían al río y escondían los diminutos vestidos de los enanos mientras éstos nadaban despreocupados. Posteriormente, esperaban tumbados entre los arbustos para verlos correr desnudos y malhumorados por la ribera.
Contemplando las nubes, se durmieron con el cantar del viento:
La noche se abrió ante ellos
acunándolos entre luceros.
Bajaron fugaces los astros
para robar sus cabellos:
Hebras de nácar
del hada bella,
marfil hilado
del corcel blanco.
La joven ninfa despertó sobresaltada con el fulgor de las primeras estrellas.
– ¡Hoy es la noche! –gritó zarandeando a su acompañante– ¡Despierta gandul, es la noche del Solsticio, y no quiero perdérmela!
Él unicornio, somnoliento, levantó los cascos señalando las ramas del árbol que los cobijaba. Ella se apresuró a buscar piedras entre los helechos. Los dos primeros lanzamientos resultaron fallidos. Era su última oportunidad.
–Esta vez no fallaré –susurró la ninfa.
Alzó la vista, respiró hondo, aguardó unos segundos, lanzó y descolgó la manzana de una pedrada. Acto seguido, entregó el fruto a su montura. El unicornio bufó contrariado.
–Hicimos un trato, amigo mío; tus golosinas a cambio de las mías –dijo ella sonriendo ufana.
Resignado, el fabuloso animal galopó hacia la arboleda exigiendo silencio a la amazona. Próximos a su destino, se arrastraron cautelosos sobre la hojarasca y, apocado él, boquiabierta ella, presenciaron escondidos la celebración de un aquelarre. Una hoguera de dimensiones infernales presidía el espectáculo. La fiesta para celebrar la llegada del verano se prolongó durante horas pero, finalmente, las hermosas hechiceras, embriagadas por sus pócimas ancestrales, abandonaron la pradera.
Extinguido el fuego, la ninfa salió de su escondite jalando con vehemencia de las crines de su amigo. Las cenizas revoloteaban sobre las pavesas recreando bajo la luna las frenéticas danzas de las brujas. El corcel se resistía a caminar y miraba desconfiado hacia la senda que se perdía en la oscuridad del bosque. Vencido por la testarudez de la ninfa, escarbó entre los tizones de la hoguera separando las ascuas más resplandecientes. La pequeña dríade se agachó y, excitada, recogió con las manos el fuego que no quema. Seleccionó las piezas más atractivas y, cerrando los ojos, saboreó con deleite las dulces brasas de la juventud eterna.
JAULA DE GRILLOS
Presentado al concurso de ZENDALIBROS.COM #historiasporlaigualdad
Levantó la copa en silencio, ceremoniosamente, deleitándose con los reflejos que las caricias de Selene provocaban en las burbujas.
—¡Gracias, amiga! —dijo satisfecha ante las cepas pobladas de refulgentes uvas.
Doña Vendimia Parra Garnacha, descendiente de bodegueros ilustres, brindó con la luna celebrando un nuevo galardón otorgado a sus caldos.
Mi tío, capataz de la hacienda de Doña Vendimia, me contó que la Señora, siendo muy joven, huyó a Francia seducida por un tratante de vinos que tenía más gracejo que solera. Su audacia truncó definitivamente el denuedo paterno para enderezar la vida de su única hija. La díscola Vendimia puso tierra de por medio para evitar su ingreso inminente en las filas de la Sección Femenina a las órdenes directas de la Condesa del Castillo de la Mota. Aprovechando el viaje a Medina del Campo para iniciar el preceptivo Servicio Social promovido por el Movimiento, Doña Vendimia burló la vigilancia de su madre y, emulando a Juana I de Castilla quinientos años antes, se echó en brazos de su amante borgoñón.
Lejos de las asfixiantes obligaciones familiares y sociales de la España franquista, la joven Vendimia, tras una corta estancia en París, enriqueció sus conocimientos vinícolas y satisfizo sus anhelos de libertad e igualdad en los coloridos campos de la Borgoña.
Fallecido el patriarca, regresó a su tierra natal al heredar las bodegas centenarias que fundaron sus antepasados. Cruzó la frontera con el marchamo de “subversiva” flotando sobre su pequeña mochila. Traía más cautela que equipaje, pero sus temores estaban sobredimensionados. Tras diecisiete años de ausencia, se reencontró con una España ansiosa de cambios y un prometedor futuro. No obstante, no faltaron los paisanos avinagrados con ánimo de aguarle la fiesta.
Las autoridades locales recibieron a la hija pródiga sin ocultar sus recelos hacia los liberales aires europeos encarnados en ella. Temerosas de dar cobijo a una usurpadora, escudriñaron sin recato todos sus movimientos. Sus poco ortodoxas prácticas viticultoras sembraron desasosiego en la comarca. Indomable, Doña Vendimia, por el puro placer de incomodar a antiguos prebostes del Consejo Regulador, renunció voluntariamente al uso de la Denominación de Origen durante años. Fruto de una voluntad inquebrantable, sobrevivió al aislamiento al que fue sometida por otros influyentes viticultores. Con el paso de los años, la Señora fue ganándose la confianza de propios y extraños y, actualmente, es una de las defensoras más acérrimas de la denominación de origen vinícola más antigua de España.
A riesgo de parecer exagerado (o poco objetivo), diré que sus propuestas innovadoras han dejado en sus vinos un inconfundible bouquet femenino…, perdón —siempre me olvido—, mi admirada Vendimia prefiere definirlo como “impronta femenina”.
Mi vocación por la enología fue temprana, y se afianzó en aquel fértil campo riojano al que mis progenitores me enviaban todos los años por vacaciones después de los nueve meses del internado.
—Es por tu salud, hijo —repetían, indolentes, mis padres (q.e.p.d.), año tras año.
En mis estivales escapadas nocturnas, no tardé en descubrir que, algunas noches de madrugada, ajena a cotilleos y conspiraciones, Doña Vendimia recorría desnuda sus viñedos dejándose querer por los viejos troncos retorcidos y seduciendo a los majuelos.
Aquella noche, a pesar de mis precauciones, la Señora me sorprendió agazapado entre las viñas. Justifiqué mi presencia mostrando, muy sonrojado, una jaula de grillos. Ella sonrió ocultando sus labios tras el gollete de un crianza del 82, etiquetado ERNEST (en honor a Hemingway a quien Doña Vendimia conoció en los años cincuenta durante una visita del escritor a los calados riojanos). El aura de bon vivant que rodeaba a Ernest alentó en la bella y adolescente Vendimia su carácter rebelde y aventurero.
Verano tras verano, fui consolidando mis conocimientos enológicos y literarios tutelado por Doña Vendimia y, gracias a ella, me he convertido en un sumiller de prestigio y un apasionado literato.
Permítanme que me reserve, por deferencia hacia mi generosa anfitriona y mi comprensivo tío, algunos detalles de sus clases magistrales.
Por el momento, les contaré que mi azarosa niñez dio paso a una venturosa mocedad iluminada por el aroma del vino, el sabor del primer beso, y el suave tacto de la luna.
REGISTRO DE PROPIEDAD INTELECTUAL
AULA MUNDI
MENCIÓN HONORÍFICA Concurso Relato Breve CLUB DE ESCRITURA FUENTETAJA 2014
El profesor Vargas escribe un poema sentado en la escalinata de la Biblioteca Pública de Nueva York. A su espalda reposan Patience y Fortitude, los dos leones custodios del majestuoso edificio. 140 años apenas han mermado las melenas de los dos colosos de mármol. El profesor sonríe y atusa su escasa y cana cabellera.
Son las 6 a.m. Héctor Vargas (87 años, Premio Nobel de Medicina del año 2030, Neurólogo y Profesor Emérito de la Universidad de Beijing) comienza su jornada docente. Escribe a lápiz, sin prisas, cuidando la caligrafía, deleitándose con el roce del grafito sobre el papel de su ajada Moleskine. Finalizado el último verso, acaricia satisfecho el contorno hexagonal de su Faber Castell 2B; una cotizada reliquia, obsequio de un antiguo alumno español. El acre aroma a grafito, madera y laca, y el logotipo dorado sobre el verde intenso del lapicero avivan los recuerdos del anciano científico. Suspira nostálgico mientras guarda los arcaicos útiles de escritura en el bolsillo interior de su chaqueta. Consulta el reloj y abre su portafolio. Revuelve entre sus enseres y coge un estrecho tubo metálico de aproximadamente 250 x 30 mm. El interior del tubo contiene un Roller 2.0, un sofisticado ordenador portátil extraordinariamente flexible y ligero. Vargas desenrolla el ordenador. El Roller 2.0 (297 x 210 x 1 mm) queda adherido al maletín de cuero. El profesor teclea su contraseña:
U-N-I-V-E-R-S-I-T-A-S
El acceso al campus virtual de la Universidad de Beijing es inmediato.
Fecha: 9 Junio, 2051
UNIVERSIDAD DE BEIJING
Hora: 07.00 a.m. (New York - EEUU) / 19.OO p.m. (Beijing – CHINA)
Videoconferencia: ARTE, CIENCIA, Y ESPERANZA (Jornada 3) Ponente: Héctor Vargas
USUARIOS CONECTADOS: 5.324.561
UNIVERSIDADES EN LÍNEA: 115
TRADUCCIÓN SIMULTÁNEA: 18 IDIOMAS
Vargas acciona la videocámara, integrada en su Roller 2.0, y comienza su clase magistral recitando a su cosmopolita audiencia los últimos versos escritos en su Moleskine:
ESPERANZA
Una mañana,
cesaron los truenos y,
en el haz de una hoja,
el rocío escribió unos versos.
CORAZÓN DE TRAPO
Presentado al concurso HISTORIAS DE FAMILIA del CLUB DE ESCRITURA FUENTETAJA
Le faltaba el aire. Salió al descansillo sin hacer ruido y corrió escaleras abajo. Oyó los gritos de su madre desde el tercer piso y apresuró la huida a comisaría. Sintió la mirada cobarde de los vecinos a su espalda.
El comisario ordenó que un coche patrulla la llevase de vuelta a casa.
–No son horas para que una niñita ande sola por la calle –dijo el comisario mientras le revolvía los cabellos y guiñaba el ojo a dos agentes.
Su papá solía calmarse en presencia de la policía y su mamá dejaba de llorar. Aquella noche, llegaron demasiado tarde. El vecindario se apiñaba frente al portal. La policía hizo sonar la sirena y los dos agentes bajaron apresuradamente del coche abriéndose paso entre el gentío. A duras penas, mi amiga pudo seguirlos. Volvía a faltarle el aire. El vecino del ático trató de detenerla pero ella se zafó con rabia y consiguió verla. Su mamá yacía sobre los adoquines, con el cráneo destrozado. Horrorizada, me dejó caer sobre un reguero de sangre.
Se perdió por el bulevar sin más amparo que las caricias de sus lágrimas. Quise ir a besarla pero no soy más que una muñeca de trapo.
INFRAMUNDO
Presentado al Concurso de ZENDA LIBROS #DiadelosMuertos 2017
La anciana recitaba una extraña letanía en lengua náhuatl cuando dos policías federales de la Ciudad de México la encontraron agazapada entre once cuerpos degollados y perfectamente alineados sobre el arcén de la solitaria carretera que conduce a Cueva Cincalco en el Bosque de Chapultepec. Junto a los cadáveres había siete coches vacíos. Los vehículos, aparcados en la cuneta con las puertas abiertas y los faros encendidos, semejaban una fantasmal caravana funeraria. Los agentes abrigaron a la anciana con una manta y, llevándola en volandas, la sentaron en los asientos traseros del coche patrulla. Se esforzaron por consolarla y le sirvieron un café. La mujer aceptó el ofrecimiento acercando temblorosamente el vaso de papel a sus labios. Apenas dio unos sorbos, dejó caer el vaso sobre sus rodillas emitiendo unos alaridos aterradores al tiempo que ocultaba su rostro entre las manos. Ambos policías saltaron despavoridos sobre sus asientos al escuchar los gritos. El funcionario más joven, impostando la voz para disimular el miedo, pidió refuerzos al Centro de Control de la Gendarmería. A los pocos minutos, una densa bruma comenzó a cubrir el capó del vehículo. El agente más veterano y de mayor rango ordenó a su compañero activar el bloqueo interior de las puertas del coche. Tras conectar el mecanismo, los policías apuraron el remanente de café del termo situado sobre el salpicadero y, conmocionados, esperaron nuevas órdenes mientras custodiaban el escenario de aquella masacre.
Cuando por fin llegaron los efectivos policiales y sanitarios solicitados, trece cadáveres yacían sobre el asfalto junto a ocho coches vacíos y, entre ellos, una anciana recitaba una extraña letanía.
YAYOS
Presentado al Concurso de ZENDA LIBROS #DíadeMuertos 2018
Nunca supe presumir de abuelos. Mi yayo acaparaba, a escondidas y obsesivamente, mendrugos de pan duro con semillas de hambre y miedo. La yaya tenía un genio de mil demonios. Sin embargo, siempre los quise. A él por compartir conmigo, con su lengua de trapo, sus escasos recuerdos; a ella por su mirada clara, por su cariño, y por cuidar al yayo.
Él adoraba el futbol y me enseñó a despejar el balón de "zamorana". Mientras me hablaba de Zamora el Divino, mi abuela envidiaba a Luis el Pirata, histórico futbolista de Veracruz, que regresó a México al estallar la guerra civil española. ¡Ay, la guerra! Mi abuelo perdió el habla y la cordura en aquellos infernales años de nuestra historia. Ella abandonó sus sueños.
El yayo era un niño viejo acurrucado en las faldas de mi agridulce y paciente abuela. Cuando ella murió, sus hijos se lo ocultaron. Fue en vano.
La yaya, ajena a su propio velatorio, se lo contó a su esposo esa misma noche, sentada en su lecho, mientras extraía del bolso panecillos tiernos y tabaco negro.
PIEL DE GALLINA
Pulsa este enlace para leer mi relato.
PRÓLOGO
Charca Literaria es un espacio virtual que generó relaciones reales. Relaciones que dieron lugar a esta edición, un libro que presenta veinticinco relatos con una frase inicial en común y que da
nombre al conjunto. Apagué la luz pretende adentrar al lector en un recorrido caprichoso y, así, optar por un paseo a través de las calles de una ciudad misteriosa, recuperar un recuerdo, padecer el
miedo a lo sobrenatural o escapar del crimen. Propone también la posibilidad de amar lo inesperado, viajar por países desconocidos o simplemente mirar por la ventana de una rutinaria casa de pueblo;
o, quizá, perseguir a un criminal o detenerse a admirar la pintura de un museo; escuchar las hojas que danzan en la oscuridad de la noche u ojear un libro en blanco al mismo tiempo que se espanta al
perro verde parado ante la vitrina de un anticuario; puede, también, sorprenderse ante una nena abandonada en plena calle porteña.
Es en la oscuridad de Apagué la luz donde puede aparecer un destripador, alcanzamos a ver la silueta de un amor que se fue o sufrir el recuerdo de las palabras de quien decide ya no estar. Porque es
en esa oscuridad donde las sombras ocultan rostros grotescos, o nos llevan a rememorar un faro en la distancia que permite el tiempo; el mismo tiempo que nos acerca a los bellos cuentos que
escuchamos en boca de nuestros ancianos. El objetivo de estos veinticinco escritores ha sido el de mostrar lo que somos capaces de hacer surgir cuando aparecen las tinieblas; cumplimos con el reto de
apagar la luz y dejar libre nuestra imaginación para que llegue, sin temores, a lugares imprevistos. El lector, a partir de este momento, deberá encender la suya y atrapar las historias que se
escaparon de su escondite para ser contadas con una sola condición: cumplir con la frase inicial que despertó diversas creaciones, cada una con su sentir, con su esencia y con la idiosincrasia
personalísima que identifica a cada autor. Somos un puñado de desconocidos unidos en el espacio virtual. Un puñado de amantes de las palabras que sintieron la necesidad de continuar juntos y lograr
este trabajo que queremos presentarles. Somos amigos a pesar de la distancia que hace que mientras unos apagan la luz en un continente, otros la encienden al otro lado del mundo. Somos escritores
noveles y entusiastas motivados por la ilusión de hacer una obra con la que nos sintamos identificados.
Apagué la Luz es, en definitiva, un reflejo de la realidad y de la diversidad humana interpretada por la imaginación de veinticinco soñadores que, con la libertad de la creación, pudimos unirnos en
un sentimiento genuino: el de la hermandad, el respeto por las historias y el pensamiento de cada uno. Los dejamos a las puertas de nuestro primer sueño conjunto. Por nuestra parte, seguiremos
peleando con nuestros molinos de viento, que soplan palabras sin distancia.
ÍNDICE DE LOS RELATOS DE LOS ACTUALES MIEMBROS DE CHARCA LITERARIA:
Caja de sorpresas Alba Eva Gómez Querves
Elixir Almudena Villalba Organero
Un perro verde Felipe Grisolía
Siempre, siempre Francisca Huamaní
Muñecas Haydée Guzmán
¿Cómo estás? Lau
Valdez
El faro Liliana
Ebner
Sonata imposible para viola y chelo en la
menor Manuel Martínez
El libro Netty del Valle
Si no fuera por la luna Núria Burguillos
Piel de gallina. Víctor Salgado